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domingo, 1 de junio de 2014

La bella Valentina y el malvado conde Sotirosqui

De Sotirios Moutsanas



La primera vez que contemplé a Valentina me deslumbré por su belleza, era como mirar al mismísimo sol con los ojos abiertos. Ni lo más grandes pintores, ni los más virtuosos escultores, ni los más celebres poetas hubieran podido concebir jamás un rostro tan bello. Ni existe  palabra, ni imaginación humana para describir su inconmensurable beldad.
Sus ojos eran de color esmeralda con un brillo ardiente, veladas por claras y largas pestañas. Sus grandes y luminosas pupilas te hipnotizaban y te sumergían en un mundo de belleza e imaginación insondable. Su largo pelo resplandeciente, exuberante, profundo como un bosque le caía sobre los hombros. Su rostro suave, elocuente, puro como de un ángel, lucía una hilera de dientes magníficos como perlas del Caribe. Las comisuras de sus labios rosados, suaves como las flores de la primavera. Y su porte ¡Oh Dios! ¡Qué porte! ¡Qué gallardía! Estaba llena de majestuosidad y esplendor. Y cuando entablaba conversación con su voz musical, angelical, suave y profunda con una grandilocuencia que embelesaba toda la gente en su derredor.
La amé como jamás ha amado un hombre una mujer, con una adoración incondicional, pero por desgracia le doblaba la edad. Estaba tan prendado que tuve que utilizar todos los medios para poder casarme con ella. Mi solvencia económica, mi posición social y mi sagacidad hicieron el resto. Agasajé su familia con suntuosos regalos para que la convencieran casarse conmigo.
Al desposarme con Valentina,  mi vida se transformó en un cuento de hadas: era como vivir con un ángel. Su mera presencia hacía que los días fueran siempre esplendorosos.
Pasaron dos años de mucha felicidad. Un día, el doctor Chejov  tuvo que examinarme a causa de una tos persistente. Se me encogió el corazón al decirme que tenía menos de seis meses de vida. No pude conciliar el sueño, no por miedo a la muerte, simplemente, no podía aguantar la idea que alguien excepto yo pudiera disfrutar de Valentina mientras yo no estuviera en vida. Que alguien la besara o se deleitara con su compañía me volvía loco de celos.
Actué con rapidez sin demorar un segundo. Ordené a construir un mausoleo con las inscripciones de Valentina y las mías. Encontré al más célebre toxicólogo de Rusia. Al hablar con él decidí que lo mejor era un veneno que paralizaba todo el cuerpo excepto la boca y los ojos. Y  a quince minutos de ingerir el veneno la persona que lo había tomado dejaba este mundo.
Era nuestro aniversario planeé todo escrupulosamente. Los sirvientes prepararon todo según mis órdenes y nos dejaron a solas. Después de  una  agradable velada y en plena felicidad descorché  un champán y puse con disimulo el veneno. En los quince minutos que estaríamos paralizados antes de morir hubiera podido pedirle perdón; y decirle que estaríamos juntos para siempre en nuestro mausoleo en la eternidad. Brindamos  por nuestro amor eterno y bebimos de nuestras copas. Miré a mi amada Valentina y me enteré que ella disimulaba que tomaba el vino, en realidad sólo se había mojado los labios. Mi cuerpo se entumeció; ya no podía moverme y en el rostro de Valentina estaba dibujada una sonrisa malévola.
— ¿Qué te pasa cariño, que estás tan quietecito?—dijo con su voz musical—. Cuando hablé con el doctor chejov no tarde de convencerle para que me dijera la verdad. Al ver el mausoleo con nuestros nombres ya esperaba lo peor. Pero, en el momento que te visitó el toxicólogo no tuve la más mínima duda de tu diabólico plan. Me costó poco de engatusarle y enterarme de cómo funcionara el veneno. No fue nada difícil a intuir que ibas a utilizarlo al final de la velada. Sin embargo, queridísimo esposo, no quiero que te vayas al otro mundo, o mejor dicho, al infierno, sin mi última sorpresa.
De la puerta entró un joven apuesto y empezó a besar a Valentina en mi presencia. Con un  esfuerzo pude pronunciar mis últimas palabras con voz empañada.
— ¡Maldita seas Valentina! ¡Eres una vibo…!