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sábado, 26 de octubre de 2013

Morir de amor

De Sotirios Moutsanas



Stelios entró como cada día en la habitación del hospital donde estaba ingresada su querida esposa, y se dirigió hacia el florero para depositar el ramo de flores. Aquella sencilla acción era un ritual que él repetía siempre. En la cama yacía  Margarita, una mujer joven, macilenta, con el rostro languidecido, pero todavía conservaba algo de su gran belleza  de antaño.
El cáncer la había consumido igual que la llama consume la vela. Stelios se aproximó sigilosamente y besó sus lívidas mejillas. Ella abrió sus grandes ojos líquidos y marchitos seguían resplandeciendo con un fulgor de bondad que emanaba de su propia alma.
—Acércate más, mi amor —dijo ella con voz queda—.Stelio, ¿recuerdas lo qué nos hemos prometido?
—Claro que sí, mi vida. Estaremos juntos en la vida y en la muerte— repuso con voz meliflua.
—Stelio, quiero que me hagas otra promesa.
—Lo que desees, mi amor.
—Prométeme que nunca bajo ningún concepto te quitarás la vida.
Stelios frunció los labios en señal de desaprobación, pero finalmente, estremecido, con voz descompuesta, asintió: “Te lo prometo.”
—Acércate y abrázame.
 Stelios abrazó efusivamente a Margarita mientras los ojos de ambos embebidos, se perdieron en un mundo insondable. Repentinamente Margarita profirió con voz ahogada: “Te quiero” y expiró en sus brazos. Stelios sintió como una parte de él murió. Un enorme vacío se apoderó todo su ser era como le sangraba el alma. Se quedó abrazado a su amada lleno de consternación. Intentaba en vano asimilar la pérdida de su gran amor.
Pasaron tres meses. El doctor se acercó a la madre de Stelios:
—Señora, en mi larga trayectoria he visto a muchas personas perecer, pero nunca he visto a alguien morir de pena.
—No, doctor, se equivoca, mi hijo no murió de pena, mi hijo murió de amor.



Eternamente juntos

De Sotirios Moutsanas


Se  conocieron en una fiesta de fin de curso. Clara, era rubia con los ojos azules, llevaba una camisa blanca con una chaqueta azul marino. José Antonio, se enamoró de ella al instante. Pero por suerte para él también ella sintió lo mismo. Se casaron en seguida y formaron una familia con dos preciosos hijos, y aunque hubieron tenido muchas dificultades por los avatares de la vida, jamás perdieron el respeto y el amor que se tenían uno al otro.
Un infarto de corazón terminó con la vida de clara y llenó a José Antonio de amargura y desesperación. Él se repuso, luchó a muerte para sacar adelante sus dos hijos. Todos le decían que tenía que rehacer  su vida pero resultó en vano. Pasaron muchos años, él envejeció y cuando llegó su hora, su última palabra fue “Clara”.
La luz se disipó y aquí en un jardín de todo tipo de flores de color estaba ella esbozándole una sonrisa. Era muy joven con su pelo rubio y sus hermosos ojos azules. Estaba con los brazos abiertos. Vestía “una camisa blanca” y “una chaqueta azul marino.”  


El gran tirano

De Sotirios Moutsanas




Sara estaba en su casa. Tenía el corazón en vilo, esperando a su padre transida, llena de pavor. Su padre era un desaprensivo, un tirano, un hombre cruel por donde los haya; cuando volviera con el análisis, de que estaba embarazada, la degradaría, insultaría  y, lo más probable, acabaría con su vida. Ella se había acostado con multitud de hombres, así ni siquiera sabía quién era el padre del niño que estaba esperando. De pronto se escuchó el chirrido del ascensor, sus ojos destellaron de miedo, sus cabellos, negros, rizados, espesos como un bosque tropical, se erizaron. Su cuerpo se estremeció, sus pupilas se dilataron como el búho en la oscuridad, su cara se puso lívida, una ansiedad aguda, se apoderó de todo su ser. Sintió como sus horas terminaban en este mundo. ¡Dios me salve! ¡Este es mi fin! Su padre con paso tranco abrió la puerta. Sus ojos llameantes, infernales: parecía el príncipe del inframundo; tenía las cejas arqueadas .Pausadamente se acercó hacia ella. Cuando sus ojos se miraron con detenimiento, Sara  vio la muerte en persona con su capucha negra y su guadaña, pidiendo su alma. Le flaquearon las rodillas, las lágrimas empezaron a verterse por sus mejillas con la fuerza de la gota fría.
Estaban sólo a un metro el uno del otro. De improviso  él la abrazó efusivamente diciendo con voz meliflua:
— ¿Qué le pasa a mi princesita?
Después le susurró mientras unas lágrimas brotaron de sus ojos:
— ¡Gracias, cariño, por hacerme abuelo!



miércoles, 2 de octubre de 2013

Cita con la muerte

escrito por Sotirios Moutsanas

 Relato escrito para Esta Noche te cuento

En la penumbra, bajo la tenue luz de la luna, en esa sórdida calle de Londres, empecé a abrazarla cariñosamente. ¡Era tan hermosa! Tenía el pelo tupido y negro como una gitana; los ojos almendrados de color miel; la piel suave como el culito de un bebé. Rezumaba  juventud, vitalidad y brío. Según la estaba abrazando escuchaba con detenimiento como latía su corazón. Ella estaba tan apacible, tan dulce, tan sosegada, como si para ella el mundo estuviera  en pleno apogeo de armonía.

¡Ay, si pudierais escuchar como latía su corazoncito tac, tac, tac… como los tañidos del reloj! ¡Ay, si pudierais sentirlo, amigos, qué bienaventuranza y momentos más gratos! ¡Era tan guapa! ¡Tan joven!  Ella estaba igual que un ñu en las fauces del cocodrilo, con la mera diferencia que no tenía la más remota idea de qué le venía encima. Muy pronto estaría como un mármol inerte sin vida en mi regazo. Pero no  se acongojen queridísimos amigos, con mi instrumento quirúrgico será coser y cantar, no durará ni un momento de expirar. Todo eso por un segundo cautivador. El segundo cuando el alma deja el cuerpo físico  para transportarse en otra dimensión en otro mundo ¡Ay si pudierais sentir lo que sentía! ¡Si pudierais vivir conmigo este momento tan increíblemente mágico! Mi corazón palpitaba cada vez más rápido, mis sienes latían, mis rodillas flaqueaban, la adrenalina se apoderó de todo mi cuerpo. ¡Ay cómo latía la sangre en mi cráneo! Mi corazón iba a estallar, palpitaba más rápido, más rápido, más rápido… ya no aguanté más.

— ¡Ah!

Sus entrañas se desperdigaron por el suelo. Una fracción de segundo antes de expirar y quedarse tiesa como un palo, me acerqué, le atisbé a  sus desorbitados ojos colmados de terror mientras una lágrima brotaba de sus mejillas y le susurré con voz pastosa:

—Por si no te lo había dicho antes, me llamo Jack, preciosa.

Los tres sabios

         escrito por Sotirios Moutsanas
  Relato premiado en Doctor Zarco 2012
     Había una vez tres ermitaños. Estos vivían en una montaña muy extensa y boscosa. Cada uno habitaba en un sitio distinto y se dedicaban a la penitencia, la austeridad, y al estudio de las sagradas escrituras.

            Un día, cuando los tres estaban mirando el riachuelo que descendía de una alta montaña, repentinamente tuvieron el anhelo de hallar dónde se encontraba el manantial de éste. Sin más dilación, partieron en su búsqueda.

            Después de una caminata hasta la cumbre de la montaña y encontrar el principio del riachuelo, por primera vez los tres ermitaños se vieron unos a otros.

            —Alabado sea Dios —exclamó uno.

            —Bendito sea Alá y todos los que creen en él pronunció otro con la misma vehemencia que el primero.

            —Loada sea el Supremo junto con sus innumerables maravillas repartidas por todo el universo —dijo el que quedaba por hablar.

            Los tres se quedaron muy complacidos con sus contestaciones; se sentaron cerca del manantial y empezaron una conversación. Pasaron varias horas hablando de Dios y de sus maravillas, sintiéndose muy felices de haber tenido la suerte de conocerse.

            De súbito, cuando entendieron que cada uno tenía fe en distinta religión, surgió una disputa. Querían conocer cuál de ellas superaba a las demás. Como cada uno creía firmemente en que su religión era la correcta y, por lo tanto, la única verdadera, en cuanto uno de los tres ermitaños propuso una apuesta, los otros la consintieron sin dudar.

            El desafío iba a ser dificultoso, ya que cada contrincante debía hablar durante dos horas sobre por qué su religión era la más acertada y, cuando los tres acabaran sus discursos, quedaría ganador el que hubiera sido más convincente. Pero lo arriesgado era que los perdedores tendrían que aceptar la religión ganadora, renunciando a su vez, por completo, a las suyas. Eran conscientes de que debate era de suma importancia e iba a tener duras consecuencias para los perdedores, pero aun así, nadie, en ningún momento discrepó.

           

           

            Los tres ermitaños eran muy apreciados en el cielo por su sabiduría, sus conocimientos, y el gran amor que sentían por el Supremo, así que todos los seres del mundo espiritual ángeles, santos, mártires, y otros espíritus puros se congregaron para observar el debate. Cuando se inició el desafío, ellos abrieron sus ojos y oídos celestiales, inquietos ante lo que iba a suceder.

            Primero empezó el ermitaño que pertenecía a la religión cristiana, y contó desde el glorioso nacimiento del niño Jesús, los reyes magos, la fuga a Egipto, hasta la majestuosa doctrina del Maestro. Habló de las hermosas parábolas como “El hijo pródigo” o la parábola del sembrador. Prosiguió con la enseñanza y los milagros hasta llegar a la trágica muerte del supremo maestro Jesús, que sirvió para salvar la humanidad del pecado.

            Los ojos de los demás contrincantes estaban llenos de lágrimas cuando finalmente terminó el cristiano, y no ocultaron que se sentían conmovidos por su historia.

            De repente el cielo se abrió de manera que salió tal luz deslumbrante que iluminó todo el lugar. Se escuchó un coro celestial cantando “bendito sea el que viene en nombre del Señor” y, a continuación, empezó a llover pétalos de gardenia. El ambiente se quedó impregnado de una fragancia maravillosa.

            Los tres ermitaños se quedaron estupefactos, en pleno silencio. Poco después se dieron cuenta de que no estaban solos, ya que pudieron apreciar que innumerables seres les contemplaban desde el cielo.

            —Hoy Cristo tiene un nuevo discípulo, da igual el resultado —dijo de repente el mahometano.

            El hindú también habló:

            —No veo la hora de estudiar la sagrada doctrina del maestro Jesucristo.

            Tras esto, como ahora era el turno del mahometano, los otros dos ermitaños le prestaron atención. Este empezó con la primera Sura del sagrado libro del Corán.

            —En el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso recitaba. Alabado sea Dios, dueño del día del juicio.

            Prosiguió recitando las zurras de memoria. Tenían por sí mismas una sabiduría extraordinaria. Dicen que el autor del Corán es el propio Dios. Las palabras que profería el sabio mahometano eran tan valiosas como todos los diamantes de la tierra juntos. Las suras cada vez las interpretaba de una manera más comprensible.

            Cuando terminó se abrió otra vez en el cielo la luz cegadora y de repente se escuchó una potente voz:

            Alabado sea Alá y su santo libro, el Corán, padre y madre de todos los libros sagrados.

            Cayeron unos pétalos blancos de rosa y una mística fragancia llenó el lugar.

            Los tres, estremecidos, se miraron sin decir palabra. De súbito habló el cristiano:

            Todo lo que me contaste, hermano mío, es lo que yo creía. Si ganas, no me costará nada adoptar tu fe, porque no hay nada que me guste más que glorificar a Dios.

            El hindú asintió, todavía asombrado, y felicitó al mahometano por su gran discurso.

            Ahora le tocaba al hindú, gran conocedor de las sagradas escrituras, que eran “Las Vedas”, escritas por los santos de la India y recitada a estos por el propio Dios. El hindú era amante del sagrado texto “Bhagavad Gita”, un diálogo de Dos con su discípulo Arjuna, y no cabía esperar que lo recitara con fluidez.

            Como la elocuencia del hindú era superior a la de sus contrincantes, empezó a describir cómo Krishna creó el universo con sólo un átomo de su cuerpo y qué es el principio el medio y el fin de todo.

            Con gran sabiduría, también explicó que Dios vive en el corazón de todos los seres y que todo emana de su ser. Continuó hablando con vehemencia, interpretando los textos hindúes —el Bhagavad Gita y Las Vedas— de manera prodigiosa. Hacía tiempo que el propio dios Krishna le hablaba en visiones porque le tenía mucho afecto.

            Cuando terminó, apareció de nuevo la luz en el cielo y esta vez cayeron pétalos blancos de loto. Finalmente se escuchó una voz estremecedora del cielo:

            —Krishna es el único señor del universo.

            Tras un largo silencio, un hermoso ángel descendió hacia ellos con esplendor.

            —Queridos hermanos —pronunció el ser—, soy Gabriel, he venido a felicitarlos por el amor y la felicidad que proyectáis hacia el Supremo, pero estáis cometiendo un error. En el cielo no existen religiones, todos los que aman a Dios viven en una bienaventuranza y felicidad infinita.

            »Dios se puede llamar de distintas maneras —Jehová, Alá, Krishna—, ¿acaso creéis que es otra persona por tener diferentes nombres? Dios habló a través del supremo señor Jesucristo, así que el que adora a Jesús, adora también al propio Dios.

            »Dios dictó Las Vedas y el sagrado libro Bhagavad Gita a los santos y a su querido discípulo Arguna. Son libros sagrados y perfectos. Así, queridos hermanos, os pido que acabéis con esta absurda disputa. Os mando un mensaje del supremo, él desea que viváis juntos porque le complace mucho vuestras conversaciones.

            »Os saludo y os recuerdo que todo lo bueno, lo justo, glorioso, impoluto y puro sale de Dios, y cualquiera que tenga estas cualidades llega a él habitando con él en las sagradas moradas del cielo.

            »Todo lo malo, feo, impuro, injusto y malvado sale de la ignorancia y de la oscuridad, y esto atrae a las almas perdidas.

            »Así que me despido diciéndoos que sigáis la luz, la verdad, la justicia y el amor por Dios para que seáis conducidos hacia las sagradas moradas del cielo.

            El ángel terminó su discurso y desapareció, saludando antes a los sabios.

            Ellos comprendieron su grave error, y decidieron vivir juntos intercambiando la sabiduría y el conocimiento de las sagradas escrituras.

                                               FIN


Dos hermanos


    Escrito por Sotirios Moutsanas
Érase una vez una familia bastante rica. Sus dos hijos gemelos, aunque parecían idénticos, eran totalmente diferentes. Uno de ellos se llamaba Pedro. Era sumamente inteligente, astuto y trabajador. Sus defectos eran la ambición y el materialismo. El otro hermano se llamaba Miguel. Era muy tímido, tranquilo y virtuoso. Tan bueno era que parecía la encarnación de un ángel.

    A sus veinticinco años, tuvieron la desgracia de perder a sus padres en un accidente de coche. Cuando se reunieron con los abogados para aclarar la herencia, los presentes se quedaron asombrados al ver que Miguel renunció a todos y cada uno de los bienes y sólo pidió un huerto en Cantabria junto con un poco de dinero para comprar algunos animales de granja. Todos los abogados intentaron en vano disuadirle, pero al final no tuvieron más remedio que aceptar su decisión. Pedro, cuando escuchó lo que quería su hermano, se llenó a rebosar de felicidad. Pensó que el mundo únicamente está hecho para los ganadores y que su hermano, desde luego no era más que un mísero perdedor.

    Con el paso de los años Pedro demostró que verdaderamente seguía siendo tan astuto y trabajador como siempre; no tardó en amasar una enorme fortuna. Empezó abriendo gasolineras hasta que llegó a poseer una de las más importantes cadenas hosteleras del país. Todos le tenían respeto, pero a la vez miedo por su poder. Se levantaba a las seis de la mañana y se acostaba a las doce de la noche; se casó tres veces y las tres se divorcio. La razón era obvia: casi no se veía con sus parejas.

    Un día que se sentía muy solo empezó a recordar a su hermano, al que ya llevaba veinte años sin verle. Se acordó el reparto de la herencia, y de repente su mente se vio atacada de remordimientos; se sintió desgraciado. Poco a poco comenzó a verse a sí mismo como una mala persona. Por la cabeza se le pasaron todas las experiencias que tuvo con su hermano. Sonrió al hacer memoria de cómo decoraba el árbol de navidad con Miguel y con que ilusión abrían los regalos de los reyes magos. Le vino a la mente lo bien que jugaban a la pelota, y las miles de experiencias que habían compartido juntos. Se sintió emocionadísimo, de repente se encontraba llorando cómo un niño. Por primera vez entendió una cosa, la más importante para un ser humano: “no era feliz”. Se pasó toda la noche dando vueltas de a un lado para otro en la cama porque no podía conciliar el sueño.

    Por la mañana se levantó y pensó «hace veinte años que no veo a mi hermano. Le voy a visitar para darle mis más sinceras disculpas y le regalaré un hotel, o tal vez una gasolinera, o lo que mejor prefiera, que narices… ¡es mi hermano!». Así que, con una felicidad que no había tenido nunca, se preparó y emprendió el viaje. Conocía perfectamente dónde vivía, porque cuando eran pequeños pasaban las vacaciones de verano con toda la familia en una casa rústica. Pasaron tres horas y ya estaba en la cima de Puerto del Escudo, sólo le faltaban diez minutos de viaje.

    El día era radiante, era primavera y aunque había sol, todavía las colinas de las montañas estaban recubiertas con nieve. Abrió la ventanilla del vehículo y respiro hondo:

    —Oxígeno puro —suspiró con voz feliz.

    A la izquierda podía contemplar la gran espesura que formaban la multitud de árboles; a la derecha el gran valle. «Seguro que no existe una pintura de semejante belleza» pensó.

    No transcurrieron ni cinco minutos cuando ya llegó. Bajó del coche y contempló la casa, afuera estaba un hombre con los brazos abiertos, mirándole.«No es posible que pueda reconocerme» pensó, -porque por lo menos está a quinientos metros de lejos-. Pero según iba acercándose, el seguía en la misma posición. Finalmente acabaron en un gran abrazo en el que se demostró todo el sentimiento y emoción que albergaban en su ser. Los dos lloraban y sus cuerpos se fusionaron en uno.

    Pasaron un par de minutos emotivos llenos de alegría y amor, hasta que al final, entraron en el hogar. Empezaron a contarse uno al otro un montón de cosas; era natural después de tantos años de separación.

    Al final, Miguel preparó una ensalada, una sopa de pollo y una tortilla española. Pedro empezó a comer con un gusto inusual. La comida le sabía gloria. Jamás degustó una cena semejante. Eso era extraño, porque en los últimos años siempre había comido en los mejores restaurantes con los más buenos cocineros del país. Cuando terminaron, preguntó a Miguel:

    —Dime hermano, ¿cómo la comida me sabe tan bien?.

    —Sólo hay dos razones —respondió con una voz llena de sabiduría—: la primera es que todo lo que hemos comido es natural del huerto; la segunda es porque cuando cocino ofrezco los alimentos a Dios, y claro, el hace que todo sepa mejor. Ahora no logras entenderlo, pero te lo aseguro: en dos días lo comprenderás totalmente.

    Miguel repentinamente cambió su expresión a una más feliz todavía, y continuación le dijo:

    —Pedro, quiero hacerte un regalo, pero necesito que me respondas con honestidad si alguien te ha regalado algo tan bello —apoyó la palma de la mano en él y le condujo afuera, era ya de noche—. Mira al cielo, ni las más bellas palabras pueden describir este increíble espectáculo.

    La casa como estaba en la mitad del valle, no existía ninguna luz en derredor, gracias a ello se podía contemplar, con toda claridad, las estrellas del firmamento.

    Pedro se quedó sin habla, estaba estupefacto al visualizar aquellas innumerables lucecitas que brillaban en todo su esplendor.

    —Pedro, hora de dormir. Tengo dos vacas y cinco cabras; mañana tendremos que levantarnos a las seis de la mañana para llevarlos a los pastos.

    Cuando se fueron a la cama, Pedro se quedó atónito viendo a su hermano dormir como los yoguis: con las piernas cruzadas. Pasado un rato, Miguel levitó unos treinta centímetros de la cama, quedándose así unos minutos. Pedro miró lo sucedido petrificado. Impresionado entendió que su hermano se había convertido en un ser extraordinario, un hombre puro.

    Por la mañana, a primera hora, se levantaron y empezaron la difícil caminata hacia la montaña. El sitio era frondoso, pero te hacía sentir un aire de libertad y sosiego. Pedro se pasó un largo tiempo observando con todo detalle la naturaleza y admirando la creación de Dios.

    Cuando volvieron, era medio día. Miguel cocinó y Pedro, cuando lo probó, tuvo la misma sensación de la comida de ayer. Luego Miguel empezó a leer las parábolas de nuestro señor Jesucristo, y después las interpretó. Era maravilloso escucharle. Se notaba que Dios vivía en su corazón, porque al explicarlas, parecían un puzzle en el que al final todo encajaba perfectamente.

    Al anochecer, Pedro quería volver a contemplar las estrellas, así que Miguel llevó dos sillas afuera. Se sentaron en ellas y se pusieron a disfrutar lo más bello de la creación de Dios.

    —Cierra los ojos —dijo de improviso Miguel.

    Pedro obedeció y sintió en el acto una palmadita en la espalda. De súbito pasó algo inesperado: Pedro perdió la sensación de su cuerpo. A continuación empezó a subir como si “volara” a una velocidad tremenda. Se quedó aterrorizado.

    —Abre los ojos, Pedro.

    Él hizo caso y miró anonadado el planeta tierra. No podía ver su cuerpo, era como si fuese un espíritu. Admiró los océanos, las montañas, los continentes; era asombroso.

    —Lo que ves es su verdadera esencia, Pedro. Gracias a esto puedes mirar que en realidad la Tierra es un ser vivo, y que todos los seres que vivimos en ella, somos parte suya. Ahora entenderás que somos en verdad una única unidad, y que aunque parezca que estemos separados, somos uno.

    —Desde luego que, después de esto, es imposible hacer daño a ninguna criatura —dijo Pedro —. Mi gratitud hacia  ti por tenerte como hermano es incalculable.

            —Escucha Pedro. Sé perfectamente por qué razón has venido —dijo con voz sabia—. Así que quieres darme un hotel —rió—. Pedro… oh, Pedro, ¿tú has visto a un hombre más rico que yo?. Hay personas que pagan millones de euros para observar lo que tú has visto. Espero que entiendas de una vez por todas que las verdaderas riquezas están en el interior. Comprendes que nada está por coincidencia, porque todo tiene un propósito. La verdad es que tienes una deuda conmigo: hace tiempo que escucho voces de desesperación, ¿sabes de quiénes son?.

            —No —repuso Pedro extrañado.

            —Son de científicos que están desesperados. Trabajan día y noche para descubrir una curación contra el cáncer, pero no tienen fondos. Eso merma sus posibilidades de encontrar la vacuna. Sé que tienes mucho dinero; quiero que cuando vuelvas a Madrid, crees una fundación contra el cáncer. Tú la dirigirás con tus conocimientos y con toda la gente importante que conoces. Se convertirá en la más conocida asociación que va contra el cáncer del país.

            —Dalo por hecho —respondió Pedro sonriendo.

            —Tenemos que volver a nuestros cuerpos —dijo de improviso Miguel.

            Contemplaron por última vez el hermoso planeta azul; cerraron los ojos y enseguida estaban donde empezaron. Pedro se levantó de la silla. Puso una expresión de felicidad y fue a abrazar a su hermano. Le dio las gracias por la asombrosa experiencia que había tenido. Al final, los dos, pletóricos de alegría y llenos de amor, volvieron a casa. Pedro durmió como un niño teniendo los más maravillosos sueños que uno no es capaz de imaginar.

            Al día siguiente, antes de emprender el viaje, abrazó a su hermano y le dio otra vez las gracias:

            —Miguel, hace tres días era un hombre desolado, infeliz. Gracias a ti, hoy soy un hombre nuevo, feliz, renacido y con metas. Yo también quiero pedirte un favor —Miguel le escuchó con curiosidad—: quiero que me permitas visitarte a menudo.

            —Eso no es un favor —le respondió—, mi casa es tuya. Pedro, yo te quiero y siempre te he querido. Dios te bendiga y nos de el placer de estar juntos.

            Los dos hermanos se envolvieron en sus brazos llenos de felicidad. Después, Pedro emprendió el viaje hacia Madrid.