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sábado, 7 de diciembre de 2013

Encuentro de Sotirios con Li ching Yuen, el hombre que vivió 256 años

De Sotirios Moutsanas para Esta noche te cuento



No creo que alguien que lea este relato se lo pueda  creer. A decir verdad, yo personalmente no le daría ningún crédito, francamente es muy difícil de creer semejante historia. Y, sin embargo, se los aseguro, queridísimos amigos lectores, no tiene ni un ápice de mentira es tan real como  vosotros leyendo este enigmático relato salido de mi experiencia personal.

Todo empezó el año 1977 en uno de mis innumerables viajes de atleta internacional de 800 metros, cuando conocí en Cairo una persona excepcional. Él me instruyó en una técnica ancestral transmitida  boca a boca de la época de los faraones. Un método que utilizaban los antiguos sacerdotes  egipcios para comunicar con el más allá. Durante el transcurso de los años lo utilicé para comunicarme con amigos y familiares fallecidos. Les sorprendería si mencionaría a algunos hombres ilustres; pero prefiero no nombrarlos, porque, entonces sí, que no  me creeríais. De todas mis experiencias hay una que me ruborizo y tiemblo de emoción sólo de pensarla.

Era Navidad, tenía todo preparado para comunicar con la persona que más amaba y admiraba en este mundo. El hombre que vivió 256 años. El rey de los herboristas y para mí el más grande de los maestros de chi Kung, mi amado señor Li Ching Yuen. Preparé un cubo de agua, coloqué los tres sagrados libros en posición estratégica e impregné  de incienso el ambiente. En la mitad de la estancia puse un gran ciclo de sal. Al terminar con todo empecé a cantar los sagrados salmos místicos de evocar a los muertos.

Apareció de la nada. Estaba en posición de loto esbozándome una dulce sonrisa. En su rostro se reflejaba una bondad y una sabiduría extraordinaria. Sus ojos relucían con un brillo de alegría. Mi queridísimo maestro, proferí y las lágrimas bañaron mis mejillas. Hubo un corto silencio y, finalmente, el maestro dijo:

—Hace cuarenta años que te observo, Sotirios. Tus conocimientos sobre el rejuvenecimiento son asombrosos. Te alimentas sólo con comidas frescas que contienen antioxidantes como ajo, cebolla, tomates, uvas, arroz integral, té blanco etc. Conoces el secreto de la comida única. Has eliminado de tu vocabulario todos los alimentos que producen los radicales libres como fritos y todos los productos que tienen trans ni los has tocado. Eres un gran maestro de chin kung, practicas los Cinco Tibetanos y has descubierto una nueva técnica de meditación transcendental combinándola  con música relajante. Lo siento, queridísimo amigo, pero no te puedo ayudar.

—¡Oh, tu rey de los herboristas! ¡El más grande maestro de los maestros de Chi Kung! Cuando absorbo la energía primero la visualizo como una nube blanca que penetra por la nariz y la distribuyo por todo el cuerpo regenerando las células de mi cuerpo. Pero hay algo que ignoro y me impide progresar. Tú, mi amado maestro eres un erudito, el mejor que puede disipar mis dudas.

Los ojos de maestro cogieron un fulgor radiante de luz, nos quedamos unos minutos en silencio y el maestro dijo.

—Lo que estoy a punto de revelarte es un conocimiento supremo. De hecho, ni los yoguis, ni los sabios, ni los grandes científicos conocen la verdad. Tú serás el único, pero con una condición. Nunca tienes que revelar el gran secreto a ninguna persona; será para ti y sólo para ti.

Asentí con un ademán de humildad. Entonces el maestro repuso.

—En principio la energía has de visualizarla como rayos de sol. Tiene que penetrar por la cabeza y no por la nariz. Has de concentrar la energía en el centro energético que como muy bien sabes está bajo del ombligo. Cuando concentras la energía en este punto se despertará la kundalini. Con el despertar de Kundalini  se despertará  a la vez tu conciencia cósmica. Sólo en este estado podrás ejecutar el gran misterio de rejuvenecimiento. Ahora llegó el momento al revelarte el secreto de la eterna juventud. Al estar en este estado y con el control total de la energía tienes que…


miércoles, 4 de diciembre de 2013

Memorias de un asesino en serie



 De Sotirios Moutsanas
Nací en una familia con graves problemas económicos. Durante las Navidades, para que lo entendáis, el mejor regalo era poder comer carne. Pasaron los años  llenos de miseria y dificultades: a mis padres con una insolvencia total les costaba Dios y ayuda para sacarnos adelante.  Mi futuro se preveía oscuro e incierto. Pero por gran suerte la naturaleza me había provisto de un gran don. Una memoria fotográfica y prodigiosa. Sólo con una mera mirada podía memorizar los textos. Los profesores no hacían nada más que felicitar a mis pobres  padres, que no podían comprarme ni los libros. Terminé el bachillerato con la máxima puntuación posible y de pronto percibí una beca de Estados Unidos para jóvenes  superdotados.

En Estados Unidos sabía de antemano que quería estudiar y por qué. Mi afán de ganar dinero rápido me empujó a un oscuro y maquiavélico  plan.

Cuando culminé mis estudios en criminología con la mejor graduación posible, me nacionalicé estadounidense y hallé con facilidad trabajo. Ya tenía un estatus social alto y un buen empleo para seguir con mis tenebrosos proyectos. No tardé en hallar una viuda rica bastante más mayor que yo.  Pasó un año y a la pobrecita le dio un infarto en unas circunstancias  insólitas. Seguro que ahora entendéis porque estudié criminología. Durante los estudios nos enseñaban que no existe crimen perfecto y que los criminales siempre dejaban huellas.

Pasé ocho años muy feliz despilfarrando el dinero de la viuda con caprichos y algunos y otros desenfrenos. Cuando el dinero estaba a punto de agotarse no tenía otra solución que emigrar. De mis estudios aprendí que cometiendo otro crimen estaría bajo sospecha. No sólo cambié país, también cambié continente. Fui a Australia,  hallé a  otra viuda, y repetí el mismo hecho.

Transcurrieron siete años y emigré a Europa donde contraje matrimonio con mi actual esposa. Era una mujer adinerada y de una familia de alto poder adquisitivo. Era alta, cabellos negros como azabache, muy blanca y lívida .No tenía expresión. Se podría caracterizar como una mujer fría y calculadora. Tengo que reconocer que también era educada, astuta, y en el lecho la mujer soñada por cualquier hombre. Lo extraño era que tenía cuarenta y ocho años, pero no aparentaba  más de treinta. Esto me desconcentraba sumamente. También le complacía salir mucho por las noches y durante el día le agradaba leer y estar tranquila en la casa. Mi elocuencia, el buen estar, y mis conocimientos la tenían  fascinada. Mi relación iba muy bien, me comportaba con cortesía, delicadeza y estuve siempre muy cariñoso con ella. Así pasaron seis meses con relativa  felicidad, pero como todo en la vida empezó a torcerse. Sus celos impertinentes e infundados empezaron a molestarme sobremanera. Sólo hablar con una mujer o contemplarla la ponía enferma y esto empezó acarrear ciertas escenas  ridículas e impropias para gente modosa. Mi idea era estar con ella un año y después ejecutar mi propósito. Aborrezco a las mujeres mandonas y posesivas, así que cambié mi idea original y decidí proceder a adelantar mi operación.

Esperé una noche estrellada y fui con ella cerca de un barranco que tenía una ligera inclinación hacia abajo. Empecé a decirle lo mucho que la querría y como me gustaría envejecer con ella amándonos cada día el resto de nuestras vidas. La acaricié en la mejilla, miré a sus almendrados ojos empezando a besarla con mucha dulzura. Cuando estaba muy acaramelada y excitada bajé con disimulo el freno de mano.

—Cariño, necesito hacer pipí.

     No te preocupes, cariño, te espero.

Salí del coche y sólo tenía que empujar: en sólo cuatro metros estaba el precipicio. Un estruendo horrible se escuchó según el coche se  estrelló en el suelo.

Sólo proferí: “Sayonara baby”

Tardé más de cinco horas en volver a casa a pie.

Puse la llave, “¿Qué raro la puerta no estaba cerrada? Me lo  juraría que la cerré cuando hemos salido”, pensé. Entré con cautela y cuando abrí la habitación de matrimonio me quedé boquiabierto. Por un momento me quedé aturullado. No me lo podía creer aquí estaba ella durmiendo a nuestro lecho como si nada. La desperté con lágrimas brotando de mis mejillas.

—Cariño, ¿qué ha pasado? Olvidé poner el freno de mano y el coche se me fue. ¡Qué felicidad¡ ¡Estás viva!

La abracé y empecé a lloriquear en su regazo.

—Cuando el coche se fue por el precipicio yo me salté por la puerta, por suerte me aferré en una rama; después subí y tú no estabas.

—Es que estaba aturdido y fui a pedir ayuda, pero como tú sabes, cariño, el sitio era remoto.

Ya mi relación con ella no era igual. Ella me producía pavor y respeto. La veía como alguien que albergaba algo distinto que los demás. Hice acopio de fuerzas e intenté estar muy cariñoso y afable en todo momento. Incluye cuando me daba la reprimenda por mirar una mujer obedecía con sumisión. Dejé pasar tres meses para enfriar el episodio y finalmente decidí actuar.

Teníamos nuestro aniversario, así que preparé una ensalada griega, un cochinillo al estilo segoviano y llené el cuarto de estar con velas, pétalos de rosa, y puse música amorosa de Barry White. Coloqué una manta de lana de merino cerca de la chimenea. Cuando  hemos terminado  la copiosa cena le preparé un vienes. Nos acostamos en la alfombra y puse en el compact disc Donna Summer que era su cantante favorito, no paré de decirla lo mucho que la amaba y que la vida sin ella sería como intentar vivir sin tomar agua. Abrí un champán francés y empecé a beber con ella. Su semblante destellaba de felicidad. Sus ojos me miraban prendada como una colegiada. Serví otra copa y esparcí un somnífero en su vaso  capaz de dormir a un elefante por lo menos veinticuatro horas. La llevé a la cama y de súbito estaba dormida como un angelito .Cogí un tubo de ensayo donde  tenía el veneno. Un veneno mortífero de un serpiente que su nombre es mamba  negra. Dicen que su mordedura mata a un hipopótamo  en menos de un minuto. Traspasé el veneno a una jeringuilla, me acerqué a mi queridísima  mujer y la inyecté el veneno por la boca. Sólo dije: “Hasta la vista baby” y me acosté junto con ella en un sueño quizás de los más felices de mi vida. 

Por la  mañana abrí los ojos  y el terror se apoderó de todo mí ser. Ella no estaba en la cama. De pronto apareció por la puerta con el desayuno y tarareando  tan feliz como si no pasara nada.

—Te he traído el desayuno, mi amor, —repuso.

Dios sabrá cómo hallé  fuerzas para no delatar mi sorpresa y mi aflicción. Ya los días  venideros mi vida era un suplicio. Quería matarla a todas horas. La  odiaba profundamente y no iba a sosegarme si no la aniquilaría  lo más rápido posible. Así después de unos días salió de baño y yo la esperaba con un enorme cuchillo  de cocina. La ataqué de espaldas  con traición y alevosía, la agarré por el pescuezo y empecé acuchillarla con un odio ilimitado. Durante el transcurso que le atestaba las cuchilladas gritaba, “muere demonio, muere ya.” Después fui al baño a lavarme las manos llenas de sangre. Sabía que tendría que trabajar a destajo para eliminar todos los rastros de mi horripilante crimen. Durante el transcurso que lavaba las manos empecé a sentirme muy mal. No podía discernir por qué me sentía con una enorme melancolía. Era cómo un vacío que se apoderaba de todo mi mundo interior. De súbito entendí  que estaba enamorado de ella. Me había dado cuenta que había matado a la mujer de mi vida. Sentí ganas de suicidarme. “¡Dios mío! Mi altanería y mi egocentrismo cegaron mis sentidos y no me dejaron  ver lo mucho que la quería,” pensé  con desolación.

Salí de baño con… Una mano me subió por el aire como una pluma. Casi me estaba ahogando. Miré de refilón: era ella, sus colmillos vampíricos emitían un brillo sobrecogedor que podrían llenar de miedo el hombre más valiente de planeta. Tenía los ojos rojos y sus pupilas  destellaban rabia y enojo capaz de hacer a un tigre echar a correr.

—Tienes  que elegir estar conmigo o morir—dijo.

Hice acopio de mis escasas fuerzas y proferí con voz  ahogada.

—Contigo, mi amor.

Me bajó con mucha tranquilidad esbozándome  una sonrisa. Nuestras lenguas y labios se unieron en un beso interminable. Sólo nos parábamos de vez en cuando para decir lo mucho que nos queríamos.



el hombre de poca fe


De Sotirios Moutsanas
Salvador era un hombre extraordinario, inédito, como decimos: único en su especie. Cuando su mente empezó a comprender, ya se dedicaba a leer todos los libros de yoga. Existe un proverbio que dice: «Cuando un discípulo está preparado, aparece el maestro.»
            Y así pasó con Salvador, a los dieciocho años encontró a su amado maestro. Este era un hombre santo de la India totalmente puro, con poderes sobrenaturales; un auténtico yogui. Vivía entre los dos mundos existentes, espiritual y material. Tenía continuo contacto con ángeles y seres de la luz. Así, enseñó a Salvador técnicas de yoga, mantras, respiraciones, pero especialmente la backty yoga. El backty yoga consiste en amar a Dios junto con toda su creación. Tienes que ver a Dios a través de la inmensidad de la naturaleza, es decir, animales, plantas y seres humanos. Claro que tienes que amar con todo tu ser toda la creación y respetar siempre y ayudar a todos los seres.
            Transcurrieron los años, su maestro volvió a la India y Salvador continuó practicando yoga sumiéndose en la contemplación. Siempre que rezaba a Dios pedía para todos los seres felicidad, paz y amor. Un día lo llamó una amiga que le conocía demasiado.
            —Por favor, Salvador —le imploró ella—. Sé que tú quieres mucho a Dios, y no tengo ninguna duda de que ese amor es recíproco. Dios te ama mucho. Hace un año, mi marido tuvo un accidente de trafico tan horrible que ahora sólo le permite pasar el resto de su vida en una silla. Sin embargo, hace poco hemos visitado un especialista cirujano muy famoso y nos garantizó que tiene posibilidades de caminar. Estoy segura de que si tú intercedes rogando a Dios para que todo transcurra bien, mi marido caminará otra vez.
            Salvador asintió para ayudar a aquella pobre mujer. Primero ayunó durante tres días, sólo comiendo fruta y bebiendo agua. Una vez que acabó la penitencia, ya se hallaba preparado para el ejercicio espiritual siguiente. Hizo respiraciones en las que había que contener el aire y luego exhalarlo con suavidad. Posteriormente, se dedicó a meditar y finalmente profirió los quinientos sagrados nombres de Dios: para hacer esto empezó rezando «Creador del Universo, Luz del mundo, amado de todos los seres» hasta terminar con aquellos quinientos sagrados apelativos. Después, empezó con las sagradas mantras: Jariom, om-mani-padme- jum, y acabó con la más importante: kyrie eleison christe eleison. La última mantra la combinó con respiraciones, hasta que finalmente perdió el tacto de su cuerpo, y se quedó en un estado de bienaventuranza y felicidad suprema.
            De repente una luz brillante y rojiza llenó su mente, y un estruendo como una manada de mil caballos estremeció todo su ser.
            Cuando se hizo la calma, pidió al señor del universo que ayudara al marido de su amiga a caminar otra vez.
            Pasó un mes y precisamente esta le llamó:
            —Salvador, tengo buenas noticias; gracias al increíble trabajo de cirujano, al fin mi marido puede por fin caminar. ¡Estoy tan feliz!
            Salvador se quedó cortado, felicitó a su amiga y después pensó que lo más probable sería verdad que gracias al cirujano el hombre estaba curado.
            Transcurrieron muchos años. Un día recibió la llamada de Pedro, su mejor amigo.
            —Salvador, mi mujer y yo estamos desesperados. Ya estamos bastante mayores, hace veinte años que intentamos hacer un niño y es imposible. Por favor, no tengo la más mínima duda de que si tú rezas a Dios, mi mujer concebirá un hijo.
            Salvador asintió. Después de tres días haciendo ayuno, empezó otra vez el mismo proceso, respiraciones, meditación, mantras, y finalmente cuando vio la luz rojiza y escuchó el estremecedor ruido en el silencio, profirió:
            —Dios mío, amado mío, tú que concedes todos los favores a los seres que te quieren; por favor, ayuda a mi amigo a que su mujer tenga un hijo.
            Pasaron tres meses. Una llamada interrumpió la meditación de Salvador. Era Pedro, su mejor amigo.
            —Salvador, gracias a Dios, Catalina concibió por fin a un hijo por inseminación artificial. ¡Ha funcionado! ¡Qué feliz estoy! Prométeme que bautizarás a la niña.
            Salvador sintió que se le caía el mundo encima.
            —Sí, amigo mío, será un placer —dijo haciendo acopio de fuerzas para no desvelar su tristeza.
            ¿Será verdad que al final la ciencia puede hacer cosas muy importantes?, pensó y dio el tema por zanjado.
            Y después de unos años más, una sequía desoladora azotaba la ciudad. Los embalses estaban bajo mínimos.
            El alcalde decretó no regar los jardines ni los parques. El suministro de agua estaba al límite, era una situación deplorable. Se perdió la cuenta de los meses en los que no caía ni una gota de agua.
            Salvador leyó en la Biblia cómo en una gran sequía San Elías finalmente imploró a Dios y empezó a llover. Conmovido, decidió pedir a Dios que lloviera.
            Primero se informó bien con el telediario y todas las pertinentes informaciones del tiempo de que no iba a llover aquella semana.
            Empezó el mismo ritual, respiraciones, meditación, mantras y cuando se hizo el silencio, dijo:
            —Señor del universo, tú que eres la matriz y el esperma de todo y todo emana de ti. Señor conocedor del pasado, presente y futuro de todos los seres. Querido por todas las criaturas vivientes del universo, escucha mi súplica, ¡oh, luz del mundo! La sequía azota la ciudad y el sufrimiento llena nuestros corazones. Tú, señor de vida que haces salir al sol e iluminas el universo. No hay nada que tu no puedas hacer, señor. Escucha mi súplica, ¡haz que llueva, oh, pantocrátor! Tú que todo lo puedes y con sólo una palabra que pronuncies se hará tu voluntad.
            Pasaron dos días. El hombre del tiempo ahora estaba radiante.
            —Es increíble, una precipitación viene del Atlántico con muchísimas nubes. Así que en los próximos tres días tendremos copiosas lluvias.
            Salvador miraba por la ventana cómo la lluvia empapaba la tierra y formaba hasta pequeños riachuelos. La tierra emanaba un olor raro, pero a la vez agradable.
            El corazón de Salvador estaba lleno de felicidad. Recordó las palabras que dijo Jesús al santo Tomás: «Bendecidos sean ellos que no me han visto pero han creído en mis palabras».
            —Dios, gracias y perdona mi poca fe.
            Sus ojos siguieron clavados en la tierra empapada por la lluvia.


sábado, 26 de octubre de 2013

Morir de amor

De Sotirios Moutsanas



Stelios entró como cada día en la habitación del hospital donde estaba ingresada su querida esposa, y se dirigió hacia el florero para depositar el ramo de flores. Aquella sencilla acción era un ritual que él repetía siempre. En la cama yacía  Margarita, una mujer joven, macilenta, con el rostro languidecido, pero todavía conservaba algo de su gran belleza  de antaño.
El cáncer la había consumido igual que la llama consume la vela. Stelios se aproximó sigilosamente y besó sus lívidas mejillas. Ella abrió sus grandes ojos líquidos y marchitos seguían resplandeciendo con un fulgor de bondad que emanaba de su propia alma.
—Acércate más, mi amor —dijo ella con voz queda—.Stelio, ¿recuerdas lo qué nos hemos prometido?
—Claro que sí, mi vida. Estaremos juntos en la vida y en la muerte— repuso con voz meliflua.
—Stelio, quiero que me hagas otra promesa.
—Lo que desees, mi amor.
—Prométeme que nunca bajo ningún concepto te quitarás la vida.
Stelios frunció los labios en señal de desaprobación, pero finalmente, estremecido, con voz descompuesta, asintió: “Te lo prometo.”
—Acércate y abrázame.
 Stelios abrazó efusivamente a Margarita mientras los ojos de ambos embebidos, se perdieron en un mundo insondable. Repentinamente Margarita profirió con voz ahogada: “Te quiero” y expiró en sus brazos. Stelios sintió como una parte de él murió. Un enorme vacío se apoderó todo su ser era como le sangraba el alma. Se quedó abrazado a su amada lleno de consternación. Intentaba en vano asimilar la pérdida de su gran amor.
Pasaron tres meses. El doctor se acercó a la madre de Stelios:
—Señora, en mi larga trayectoria he visto a muchas personas perecer, pero nunca he visto a alguien morir de pena.
—No, doctor, se equivoca, mi hijo no murió de pena, mi hijo murió de amor.